LOS OTROS ROSUS

Escrito por Isabel Mateos Mateos, nieta de Esteban Mateos Mateos y sobrina nieta de Titurcio y Sebastián Mateos Mateos “los Rosus”,  asesinados los días 13 de agosto y 2 de septiembre de 1936.

Pertenezco a una familia de Robleda, apodada a principios del siglo XX y hasta la guerra civil como los Rosus, y que desciende del matrimonio formado por Andrés Mateos-Chamorro y Sánchez-Gaspar y María Rosa Gutiérrez Manchado (que es una de las dos abuelas de donde puede derivar el apodo, aunque existe también otra abuela Rosa, la abuela de Andrés). Este matrimonio tuvo 4 hijos, de dos de los cuales descienden las personas asesinadas en los primeros días de la guerra civil: Juan Bernardino, el mayor, y Francisco, cuatro años menor.


Juan Bernardino se casó y entre sus hijos estuvo Francisco Mateos Pascual (tío Pacu Rosu, que aparece en la foto que acompaña a este texto), casado con Josefa Mateos-Morán y Mateos-Santos. Francisco y Josefa tuvieron 8 hijos, entre los que estaban Sebastián, que en agosto de 1936 tenía 34 años, estaba casado con Juliana y tenía tres hijos ya nacidos en esa fecha, Francisco, José y Jesús y una cuarta hija todavía sin nacer, que se llamaría Sebastiana.  Esteban tenía en esa fecha 32 años, estaba casado con Isabel Lozano y tenían tres hijos María Josefa, Domingo y Santiaga, la mayor de cinco años. El tercer hijo del que hablaremos, y el más pequeño de la familia, era Tiburcio, de 26 años, casado con Rafaela y una hija, Josefa, nacida en julio de 1936.

 

A su vez, Francisco, el hermano de Juan Bernardino, llamado también tío Pacu Rosu, se casó y enviudó, contrayendo un nuevo matrimonio años más tarde. De este segundo matrimonio con María Carballo nacerían Fermín (50 años en 1936), José (49 años) y Juan Mateos Carballo (de 43 años).

Este es el motivo de la relación estrecha existente entre los primos Sebastián, Esteban y Tiburcio por un lado, y Fermín, Juan y José por otro, puesto que aunque fueran de diferentes generaciones, en edad estaban  próximos.

 

Después de esta breve presentación de las personas que se vieron envueltas en los sucesos del año 1936, yo voy a contar la parte correspondiente a los hermanos Sebastián, Esteban y Tiburcio, puesto que la historia de la otra parte, Fermín, Juan y José, ya está contada en la exposición “La Familia de los Rosos”, siendo dos historias paralelas de la misma familia, que coinciden en el tiempo y en los sucesos.

 

En primer lugar es necesario dejar patente que el apodo de la familia, conocida como los Rosus, yo no lo conocí hasta que fui bastante mayor y creo que este hecho refleja en toda su crudeza las consecuencias de lo ocurrido entre el 13 de agosto y primeros días de septiembre del año 1936.

Este olvido del apodo familiar es la consecuencia evidente del terror vivido por la familia en esos días, que todavía hoy continúa después de 80 años, y su instinto de protección, “olvidando” (o queriéndolo hacer) todo lo que tenía que ver con los hechos ocurridos, y en muchas ocasiones con los familiares fallecidos, a los que sólo se podía recordar en la intimidad, pero de una manera superficial, y sin hacer referencia a las circunstancias de su muerte.

 

Los Rosus era una familia de Robleda, de labradores de los que allí llamaban “ricos”, es decir que tenían tierras y ganado, que eran los medios con los que se salía adelante en una zona de escasos recursos económicos  y de una tierra de calidad media o más bien pobre.

Esta familia, que era numerosa, circunstancia que le aseguraba el futuro, tenía miembros suficientes para trabajar la tierra, y además dedicarse a otras ocupaciones de un carácter más industrial, entendiendo por ello pequeños negocios.

 

Otra característica que parece ser que tenía la familia de los Rosus era su gran unión, puesto que estos negocios los solían hacer no sólo los hermanos, sino, además, en unión con sus primos. Así tenían entre Sebastián y su primo Fermín la “fábrica” de la luz. A las cortas de madera se dedicaban, además de Esteban, parte de sus otros primos.

 

Yo comencé a investigar la masacre de la familia casi por casualidad y sin decirle nada a mi madre, puesto que desde muy pequeña había oído en casa (supongo que por instinto de protección) que había ciertos temas de los que no se podía hablar.

 

Es más, yo sobre la muerte de mi abuelo nunca había sabido prácticamente nada. Los únicos comentarios que había oído es que había muerto en la guerra, y con el tiempo, como consecuencia de comentarios puntuales que fui oyendo, llegó un momento en que tuve la certeza de que lo había matado Franco o los de su bando. Pero poco más supe hasta un día, ya muerto Franco, cuando se acordó por el Gobierno que las viudas de guerra, las otras viudas, tenían derecho a una pensión. En mi casa se produjo una pequeña revolución, con comentarios sobre si se podría pedir o no, o sobre las dudas que planteaban los documentos necesarios para ello y la forma de conseguirlos.

 

En el verano siguiente, cuando estábamos de vacaciones en Robleda y yo ya no pensaba en este tema, vi por casualidad un papel que se había quedado encima de un mueble y con la curiosidad de la edad lo leí. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando lo estaba leyendo! En este documento se decía que mi abuelo había “fallecido por varios disparos de arma de fuego y que habían sido disparados por un grupo de falangistas el día 13 de agosto de 1936”. Y además, este papel lo firmaba el alcalde de Robleda y tenía el sello del ayuntamiento. Esto para mí era un hecho totalmente nuevo, porque nunca antes había oído decir algo semejante.

 

Al poco tiempo mi abuela consiguió la pensión de viuda de guerra y la satisfacción en casa fue grande, porque decían que era un reconocimiento a lo que había pasado, aunque un poco tardío, pero sin contar nada nuevo para añadir a lo que yo ya sabía.

A través de los años mi abuela, que seguía sin contar grandes cosas, hacía alguna vez algún comentario sobre el día en que se lo llevaron y cómo iba vestido; o cuando contaba que no las dejaron vestir de luto o llorar por ellos; o sobre cómo le habían contado más tarde que no todos habían muerto (otro tormento más en su desamparo cuando le hicieron creer que su marido había escapado saltando del camión antes de matarlo, diciéndole que “el pájaro había volado”); o sobre cómo la amenazaban de manera directa, mientras le registraban la casa de forma casi rutinaria, con la frase de que “matar a los perros no era suficiente si no mataban a los cachorros”, amenaza bastante directa cuando ella tenía tres hijos, la mayor de 5 años.

 

Con estas y otras cosas que iba oyendo, y el tener ya una edad en que empezaba a atar los cabos de lo que podía haber sucedido, llegué a la certeza de lo que había pasado en la familia puesto que, además de haber matado a mi abuelo Esteban, habían hecho lo mismo con otros dos hermanos suyos, Tiburcio y Sebastián, y con tres primos más, Fermín, Juan y José.

 

Los 20 días más horribles de la familia empezaron tiempo antes del año 1936, cuando la familia de los Rosus, aunque supuestamente de las “ricas del pueblo”, se inclinaron hacia ideas socialistas, hasta el punto de que mi abuelo fue nombrado, en febrero de 1936, vocal por el partido socialista para las elecciones que se iban a celebrar, y elegido concejal en esas mismas elecciones, en la misma corporación en que su primo Fermín fue elegido alcalde.

 

Más o menos por esta época el suministro de la luz municipal lo tenía en concesión otro productor del pueblo que tenía una “fábrica de luz”, como se decía en Robleda, y que debido a diferentes irregularidades de suministro llevó al ayuntamiento a cancelar la concesión, adjudicándosela a la empresa formada por Fermín y Sebastián, según consta en las actas municipales. Este otro fabricante de electricidad, casualmente, era una persona que pertenecía al grupo de derechas del pueblo y que luego, cuando cambió la corporación, no lo olvidó.

 

En estas condiciones, con Fermín de alcalde y Esteban de concejal se produjo el golpe militar (mi madre desconoció siempre este nombramiento hasta que yo encontré las actas municipales).

Una vez levantado el ejército, el día 25 de julio la corporación democráticamente elegida fue cesada por orden de la autoridad militar y nombrada una nueva corporación acorde con los rebeldes.

 

Con el tiempo he conseguido hacer una pequeña historia con los hechos que sucedieron desde esta fecha hasta los primeros días del mes de septiembre.

 

En principio, una vez comenzado el golpe militar y ya destituido como concejal, mi abuelo Esteban estuvo escondido unos días en casa de sus cuñados, una de las hermanas de mi abuela, y parece ser, según comenta mi madre, que pudo estar también en Portugal (que a través del campo está a muy pocos kilómetros) hasta que le pareció que ya no había peligro porque habían pasado los primeros días y que, según decía mi abuela, lamentándose siempre por la decisión,  volvió en vez de irse a Argentina donde tenía dos hermanos, porque Franco ya había dado la orden de que no se matara a nadie más.

 

Cuando volvió a casa, era el mes de agosto, época de la trilla y el día 13 se fue a las eras, aunque a mi abuela no le parecía que fuera muy seguro, pero era una época en la que todas las manos eran necesarias y no quiso quedarse en casa o escondido. Y fue allí donde les fueron a buscar, probablemente como consecuencia de los disturbios que se habían producido el día 10 de agosto con la salida de los quintos y de una lista que, parece, se había elaborado con las personas que tenían que desaparecer y entre las que estaban los Rosus.

 

Una vez lo detuvieron se lo llevaron en un camión sobre las cinco de la tarde, junto con su hermano Tiburcio y otras cinco personas más del pueblo. No consta que pasaran por Ciudad Rodrigo, o por lo menos no constan sus nombres en los archivos, a los que accedí hace unos años, aunque sí parece seguro que los falangistas que se los llevaron eran de allí.

 

De estas siete personas, mi abuelo Esteban fue llevado junto con su hermano Tiburcio, Emilio Gutiérrez Pascual y Julio Calzada Blasco en camión, en dirección a Salamanca.

 

Hacia el atardecer pasaron por el pueblo de Boadilla, un coche primero y un camión o camioneta detrás. Preguntaron por una determinada finca del pueblo de Muñoz y las personas a las que habían preguntado les indicaron donde estaba y cómo llegar.

 

No se sabe si es que se cansaron del camino o que no entendieron cómo llegar a la finca, pero pararon después de salir del pueblo en una curva de la carretera vieja, todavía en el término municipal de Boadilla.

 

La gente del pueblo esa noche estaba de velatorio, puesto que había muerto una de sus vecinas, Manuela, y por ello había mucha gente levantada. Alrededor de las dos o dos y media de la mañana oyeron unos ruidos, que identificaron como disparos, y algunos vecinos salieron hacia la zona de donde creían que procedían. Cuando el grupo que salió iba ya unos doscientos metros más allá de la salida del pueblo se encontraron de frente con el coche que había pasado por la tarde y que paró cuando llegó a su altura, diciéndoles, más bien amenazándoles, que no tenían nada que hacer allí, que a ellos no les importaba lo que había pasado y que dieran la vuelta y se metieran en sus casas, orden a la que los vecinos, lógicamente, obedecieron.

 

A la mañana siguiente, un niño de unos ocho años, el señor Segis (Segismundo, que fue la persona que me contó los hechos antes de morir en el año 2014) salió hacia un huerto al que le había mandado su padre, acompañado por un perro que tenía. En el camino el perro se le escapó, según decía él, seguramente al olor de la sangre.

 

Cuando encontró a su perro en el borde de la carretera, se encontró con el “espectáculo”, como me decía el Sr. Segis, puesto que estaban los cuatro cadáveres allí tirados, dos en la cuneta y dos en la carretera. Según me decía él, llorando, una escena que no había sido capaz de borrar de su cabeza en muchos años.

 

Este señor se acordaba todavía y me describió perfectamente en qué posición los encontró tirados, que dos eran altos y dos más bajos, y que uno calzaba zapatillas de esparto. Además recordaba que tenían herramientas relacionadas con la trilla.

Otra persona del mismo pueblo, adolescente en esas fechas, me comentó cómo les debieron hacer sufrir hasta las dos de la mañana, y que parece que los asesinos habían estado emborrachándose, por el gran número de botellas vacías que se encontraron junto a los cadáveres, como él decía para conseguir el valor suficiente para matarles.

 

Posteriormente el alcalde de Boadilla dio orden de que los llevaran al depósito municipal en un carro que solía hacerle los portes al ayuntamiento.

 

Se les enterró al día siguiente en una fosa común de la zona civil del cementerio, una vez finalizado el entierro de Manuela, la vecina muerta el día anterior, por lo que me decía el Sr. Segis que mucha gente se quedó a su entierro.

 

Estos dos asesinatos de los hermanos Esteban y Tiburcio, aunque crueles, no serían los últimos de la familia de tio Pacu Rosu, puesto que durante los días que continuaron del mes agosto sacarían, también para asesinar, a sus primos Juan y José y en los primeros días de septiembre todavía faltaban por asesinar su hermano Sebastián y su primo Fermín.

 

Respecto al tercer hermano, Sebastián, en los primeros días del mes de septiembre lo llamaron al “cuartu”, que era la oficina del ayuntamiento y el paso previo para ser asesinado. Cuando se lo iban a llevar en el camión, lo montaron en la parte de atrás y antes de arrancar, su mujer, mi tía Juliana, que ya había visto lo que les había pasado a sus cuñados Esteban y Tiburcio y a sus primos Juan y José, le suplicó a la persona que estaba cuidando el camión que lo dejara y que no se lo llevaran, que tenían tres hijos pequeños y otro en camino, enseñándole que estaba embarazada de casi siete meses. La respuesta que obtuvo fue un golpe con el fusil que tenía esta persona en la mano y la dejaron tirada en el suelo mientras se iba el camión.

 

Lo único que supieron de él es que le llevaron al cuartel de la falange de Ciudad Rodrigo, en el que coincidió con otro vecino de Robleda, Juan Ovejero. Antes de que lo sacaran en la noche del 2 de septiembre, para asesinarlo en los alrededores de Zamarra, Sebastián le dio a Juan su reloj y sus gafas para que se las diera a su familia, misión que cumplió en cuanto volvió a Robleda. Juan fue nuevamente detenido y asesinado unos días después.

 

El 6 de septiembre mataron al sexto y último de los asesinados de esta familia, Fermín, alcalde de Robleda cuando estalló la revuelta militar, que fue asesinado en el Arroyo de los Alisos, término de Robleda y enterrado en el cementerio del pueblo como desconocido.

 

Estas son las seis personas asesinadas directamente en la familia de los Rosus, en la segunda quincena de agosto y primeros días de septiembre de 1936, aunque las consecuencias llegaron más allá.

 

Otra víctima de la sublevación militar, aunque no directamente asesinado por los falangistas, fue el padre de Sebastián, Esteban y Tiburcio, “tio Pacu Rosu”, que tras el asesinato de sus tres hijos y sus tres primos, se sumió en una gran tristeza que nunca fue capaz de superar, se negó a comer y el día 14 de mayo de 1937 murió a los 67 años, según oí siempre decir a mi abuela que de pena, que sería lo que hoy llamaríamos una terrible depresión que no consiguió superar.

 

También existen otras víctimas no reconocidas de estos hechos, que aunque no se puedan achacar directamente a los asesinatos de agosto, son consecuencia de ellos y de la situación extrema en que quedaron las familias de estas personas asesinadas.

 

Concretamente mi abuela, una vez desaparecido su marido y el resto de familia, se encontró en una situación muy precaria. En una guerra que acababa de empezar y con tres hijos de muy corta edad. Tuvo que sacar adelante las faenas del campo como pudo, primero con criados que habían estado con el matrimonio antes de esa fecha, pero de los que tuvo que prescindir cuando una persona de confianza, que trabajaba para ella, la avisó de cómo le estaban robando gran parte de las cosechas antes de llevárselas a su casa, y luego, cuando se quedó definitivamente sin ayuda, dejando solos a sus hijos, encerrados en casa, mientras ella se iba a trabajar al campo desde la mañana hasta la noche. Esto trajo otra consecuencia, y es que antes de que se inscribiera la partida de defunción de su marido Esteban, ya había muerto la mayor de sus hijos, María Josefa, consecuencia del abandono y la precariedad en la que quedaron.

 

Ante esta situación Isabel tuvo que refugiarse en su propia familia, que como la mayoría de familias acomodadas del pueblo eran de tendencias más inclinadas a la derecha, aunque moderados, y la única salida que tuvo fue casarse con un primo soltero, al que no quería, ni quiso nunca, pero que dio de comer a los dos hijos que todavía le quedaban. Esto convirtió su vida posterior en un camino muy poco agradable.

 

Por eso, no es de extrañar que nunca quisiera hacer referencia a lo que había sucedido y no se cansó nunca de decir que no había que tener ninguna relación con la política.

Sólo, muy de vez en cuando, en los veranos cuando nos sentábamos en el corral, justo por dentro del postigo, me miraba sin decir nada y solo algunas veces decía lo mucho que me parecía a mi abuelo y en contadas ocasiones le oí comentar, a continuación, la pena tan grande que había sido, que no les habían dejado ni siquiera llorarles y que su única ilusión hubiera sido poder traerle a enterrar a Robleda.


Hoy no está enterrado en Robleda. Pero he conseguido localizar donde se encuentra enterrado, en una fosa común del cementerio civil de Boadilla, junto con su hermano Tiburcio y otras dos personas de Robleda y en el mes de agosto de 2014 coloqué una placa en el lugar donde se encuentran, como homenaje a ellos y, sobre todo, para que sea público el lugar donde están enterrados, tantos años en el olvido incluso para los habitantes del pueblo, ya que al desaparecer la mayoría de las personas que vivieron directamente el suceso,  lo desconocían.

 

Estas circunstancias descubiertas a lo largo de muchos años, me han hecho comprender que la familia de los Rosus tenemos el dudoso honor de ser la familia más represaliada de Robleda, aunque nos siga de cerca alguna otra.

 

Mi conclusión actual es que, simplemente, algunos se preocuparon cuidadosamente de sembrar el terror y exterminar familias completas, que quedaron hundidas y a día de hoy todavía no han conseguido salir adelante. Familias de las que ya ni siquiera queda el apodo por el que se las conocía en el pueblo, aunque remitiéndonos a las propias palabras de los que los asesinaron, o por lo menos colaboraron con ellos, todavía quedamos algunos de los “cachorros” que, a pesar de los 80 años pasados, no hemos olvidado a nuestros abuelos y tíos.

 

Porque, mucho peor que lo ocurrido entonces, es el olvido con el que durante tantos años se les cubrió y la culpa que se echó sobre ellos, sobre los que se decía que “los habían matado porque algo habrían hecho”, que fue la coletilla que quedó durante años sobre estas personas asesinada de manera injusta, tratando siempre de infundir en el resto de familia y amigos un terror que hacía que no pudieran reaccionar.

 

Estas familias, todavía hoy, no son capaces de comprenderlo y superarlo, y hablo concretamente de mi madre, que no es capaz de hablar abiertamente del tema, ni de acudir a los homenajes que se les hacen todos los años en Robleda o, ni siquiera, a la colocación de la placa en memoria de su padre, aunque en el fondo, estos hechos representen para ella un gran alivio.

No es capaz de hacerlo, pero es consciente y está orgullosa, aunque sea en su interior, de que no hayan conseguido que a su familia se les olvide y que alguien, después de 80 años, se acuerde todavía de su padre, que desapareció de su vida cuando ella sólo tenía dos años y del que nunca ha podido hablar abiertamente, ni siquiera con su propia madre.